Cuando la muerte pronuncia un
silencio tan profundo como el de Eduardo Galeano uno no puede más que
cuestionarse todos los sonidos.
La punzada aguda que me atraviesa
desde el estómago hasta la garganta se va haciendo arabescos en mi cuerpo,
ensarta el hígado y los pulmones, el corazón y el diafragma. Una espina de mil
puntas que no suena, que no existe, que no me mata y que aun así permanece.
Me cuestiono a la muerte con su egoísmo indiferente y
poderoso sometiendo a mi egoísmo débil, aniñado, amante, humano.
Cuestiono mi voz desvaída de vocablos, harta de decir, a mis
manos hartas de escribir, qué inútil cada palabra que no sea Eduardo Galeno. Qué atronador todo el silencio que habita en las frases que
no alcanzo a decir, qué viva la herida en que la pequeña muerte de un hombre le
duele tanto a tantos otros.
Hoy los latinoamericanos nos morimos todos un poco con la
muerte de Galeano, y hay tantos que lo ignoran, que se murieron y ni se dan
cuenta. Pobres los que no lo saben, pobres los que no quieren saberlo.
Casi tan grandioso como la herida que deja su marcha sin despedida.
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